“Soy un hombre de treinta años con arrugas y líneas en la frente que me hacen aparentar cuarenta”.
Vincent Van Gogh, artista de renombre mundial, escribió una carta a su hermano Theo. Las dificultades de la vida y el dolor que le producía el trabajo creativo de la pintura le dejaban huellas en la frente. Estaba angustiado porque aparentaba más edad de la que tenía.
¿Van Gogh era la única persona que se preocupaba por este asunto? Cuando estamos cansados o frustrados, mostramos inconscientemente nuestras emociones en nuestro rostro. La aparición de arrugas es un proceso biológico natural debido al envejecimiento, pero nuestros músculos faciales también pueden endurecerse como nuestras expresiones faciales habituales; si fruncimos el ceño o levantamos las cejas cuando las cosas no salen como queremos, al cabo de unos años, la misma expresión facial será nuestro retrato. “A partir de cierta edad, cada hombre es responsable de su rostro”. Esto no carece de fundamento.
Así como fruncimos el ceño de forma involuntaria, realizamos muchas acciones inconscientemente en la vida cotidiana. Investigadores de la Universidad de Duke descubrieron que más del cuarenta por ciento de las acciones que la gente realiza cada día no se deben a la toma de decisiones, sino que son hábitos.
El cerebro busca constantemente formas de ahorrar la energía en la toma de decisiones. Con el fin de ahorrar esfuerzo para reconocer algo nuevo, el cerebro tiene una capacidad asombrosa para convertir rutinas complejas en hábitos inconscientes.
Si tenemos buenos hábitos, es bueno. Sin embargo, si tenemos malos hábitos, pueden afectar nuestras vidas, sean grandes o pequeños. Así que tenemos que pensar en ello; si movemos las piernas con inquietud durante una entrevista de trabajo, seremos descalificados, y si somos irritables de manera habitual, tendremos problemas con los demás.
Morderse las uñas es un hábito, pero los hábitos incluyen algo emocional como un estallido de cólera. En el libro El poder de los hábitos, el autor Charles Duhigg afirma que la fuerza de voluntad para controlar las emociones puede cultivarse y convertirse en un hábito. Un empleado llamado Travis Leach, que aparece en su libro, perdía el control ante un cliente maleducado. Como llegó a gritar “¡fuera!” y a tirar cosas, lo despidieron.
Cada mañana, se decía en el espejo y se ordenaba a sí mismo que fuera mejor, pero se encontró haciendo lo mismo cuando estaba en una situación similar. No obstante, unos años más tarde, se convirtió en una persona totalmente distinta. Era amable con los clientes maleducados con ecuanimidad e incluso administraba dos tiendas; en realidad, comenzó a experimentar una nueva vida. ¿Qué le había pasado a Travis?
La empresa de café en la que entró Travis estaba capacitando a sus empleados en autodisciplina, porque los empleados normalmente tranquilos perdían la compostura cuando se les presionaba.
En el manual, había una tarea que consistía en llenar los espacios en blanco de un papel. Por ejemplo: “Cuando un cliente está descontento, mi plan es ( )” El cuaderno de trabajo servía para que los empleados imaginaran situaciones desagradables y escribieran cómo responder para comportarse de una manera preestablecida. ¿Por qué tenían que escribirlo en papel? Para enseñarles a poner en práctica sus ideas, grabándolas conscientemente en sus mentes.
En ese sentido, esto es paralelo a la forma de romper los malos hábitos que presenta un documental. Participaron en el experimento personas a las que les costaba abandonar sus malos hábitos, como fumar, ensuciar una habitación o llegar tarde. Como no podían hacer lo que tenían por costumbre, al principio se sentían estresados. Sin embargo, dos o más meses después, más del noventa por ciento de ellos abandonaron sus malos hábitos.
Algo que hicieron fue escribir sus malos hábitos en cuanto los adquirían. Al ver las notas, se dieron cuenta de sus errores. Sabían lo que tenían que cambiar, pero no era más que una vaga idea. Sin embargo, cuando lo anotaron en un papel, comprobaron lo grave que era e intentaron reducir la frecuencia.
Tenemos buenos y malos hábitos. Es lo mismo en la vida de la fe. Existe un mal hábito así como un buen hábito (He 10:25). Seguir el buen hábito, que Dios puso como ejemplo (Lc 22:39-40), es la manera de dar energía a nuestra alma.
A su debido tiempo, Dios nos entrena con las palabras del agua de la vida para crear en nosotros el hábito de la naturaleza divina. Aunque sabemos que tenemos que tener un buen corazón y hacer el bien, no es fácil cambiar de una vez el comportamiento egocéntrico y las palabras hirientes a las que estamos acostumbrados. Es porque inconscientemente ponemos mala cara cuando nos quejamos de algo, o lanzamos una mirada de desaprobación a una persona que no nos agrada.
¿Qué tal si escribimos todo lo que acabamos de pasar por alto pensando que está bien porque es solo un error o una especie de hábito? Guardemos la espada llamada malos hábitos, y pulamos a diario la espada con el nombre de buenos hábitos, para que no sigamos más los malos hábitos y solo hagamos lo que es bueno. Olvidémonos de nosotros mismos, que tardamos en dejar los malos hábitos hace un segundo. El ahora, el presente, es importante.