Cuando Jesús llegó a la región de Tiro y de Sidón, una mujer extranjera vino y se postró a sus pies y le rogaba en voz alta:
—¡Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Por favor, echa fuera de ella al demonio.
Pero Jesús no le respondió palabra. Entonces acercándose sus discípulos, le rogaron que la despidiera. Él respondiendo, dijo:
—No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Entonces ella nuevamente vino y se postró ante Él y pidió su ayuda. Sin embargo, Jesús tomó una actitud firme.
—No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.
—Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
Jesús admiró la actitud de la mujer que no se dio por vencida, aun cuando escuchó palabras ofensivas.
—Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres.
Y el demonio fue expulsado de su hija desde aquella hora.
Cuando uno es rechazado amargamente o escucha palabras duras, se siente herido y deprimido. Pero la mujer cananea fue diferente. Ella suplicó a Jesús sinceramente más y más, pensando en su hija que estaba sufriendo terriblemente por estar endemoniada.
Si queremos guiar al menos a un alma a la salvación, debemos recordar a la mujer cananea que conmovió incluso el corazón de Dios. Si el deseo de salvar a un alma moribunda es mayor que nuestro orgullo, Dios nos admirará mucho y nos dará lo que queremos.
“Grande es tu fe; hágase contigo como quieres.”