De la noche a la mañana, mi amada esposa quedó en estado vegetativo. Un transeúnte la agredió sin motivo y, al caer, se golpeó la cabeza contra el suelo. Cuando corrí a la sala de emergencias, el médico dijo que podría tener muerte cerebral. Pensé: “¿Así se sentirá el fin del mundo?”. Caí en una profunda tristeza al ver que su vida apenas se mantenía dependiendo de un dispositivo de soporte vital. El médico sugirió donar sus órganos, pero no pude llegar a una conclusión. Nuestros tres hijos estaban creciendo bien y confié en que ella no nos dejaría de ese modo.
Dudé muchísimo en dejar que los niños vieran cómo estaba su mamá. Así que finalmente, un mes después de que hospitalizaran a mi esposa, llevé a mis hijos al hospital. Nuestros dos hijos mayores lloraron mucho, y nuestra niña de dos años, que ni siquiera sabía lo que estaba pasando, lloró como los otros dos y se acurrucó en los brazos de mamá.
Fue entonces cuando ocurrió un milagro. Mi esposa se despertó. Aún tenía ambos ojos cerrados, pero estaba subiendo su ropa de paciente y comenzando a amamantar a la más pequeña. Todos lloramos juntos. Fueron lágrimas de alegría.
Ahora está mejorando día a día. Aunque todavía no está perfectamente consciente, es increíble verla acariciando y cuidando a su bebé. El milagro que despertó a mi esposa de su sueño profundo fue el poder de la maternidad.
* Esta es una descripción en primera persona de la historia de Martín Delgado, de Argentina, en 2019.