Cada vez que llega el otoño, vemos en las calles las hojas amarillas que caen de los árboles de ginkgo, creando un hermoso ambiente. Cuando observamos cuidadosamente los árboles, algunos tienen frutos y otros no. La razón es que los árboles de ginkgo están separados en machos y hembras, y solo las hembras dan fruto.
La providencia de Dios que creó todas las cosas es realmente profunda (Ap. 4:11). Todos los seres vivientes reciben vida y llevan fruto a través de sus madres. En Sion, Dios nos permite llevar frutos para el evangelio; podemos llevar fruto cuando cuidamos con dedicación de nuestros hermanos y hermanas con el corazón de la Madre y los alimentamos diligentemente con la comida de la palabra de Dios.
Dios quiere que sus hijos tengamos el mismo corazón que la Madre y nos enseña reiteradamente por medio de la ley de la naturaleza y la Biblia, que si queremos llevar más fruto espiritual, necesitamos tener el corazón de la Madre.
Había una vez un rey que tenía tres hijos. Cuando el rey envejeció, sus siervos empezaron a discutir sobre cuál de los tres príncipes sería idóneo para ser el próximo rey. Pero la discusión no concluyó fácilmente, porque todos los príncipes tenían buenos talentos o habilidades y gozaban de la confianza de los siervos y el pueblo. Entonces los siervos sugirieron al rey que debía designar a cada uno de los príncipes la tarea de almacenar adecuadamente las semillas de los cultivos hasta otoño, diciendo que lo más necesario para gobernar bien el país era resolver el hambre del pueblo, y que escogiera como su sucesor al príncipe que mejor manejara esta situación.
El rey aceptó su sugerencia, y llamando a los tres príncipes entregó a cada uno una bolsa de semillas. Luego les indicó que el que cuidara mejor de las semillas le sucedería en el trono. Después de recibir las semillas, los príncipes comenzaron a pensar en cómo guardarlas y cada uno encontró la manera de almacenarlas.
Cuando llegó de nuevo el otoño, el rey y sus siervos llamaron a los tres príncipes y les preguntaron cómo habían guardado las semillas. El primer príncipe dijo que había construido un gran almacén y que había guardado las semillas en un cuarto sellado para que la humedad no penetrara, y les mostró las semillas que había sacado del almacén. El segundo príncipe les mostró el dinero que había ganado vendiendo las semillas, diciendo que las había vendido porque le preocupaba que pudieran ser dañadas por los ratones u otros animales si las guardaba hasta el otoño, y añadió que podía comprar nuevos granos en el mercado en cualquier momento con el dinero que había obtenido con la venta.
El tercer y último príncipe llevó al rey y a los siervos al campo. El campo estaba lleno de granos dorados bien maduros que se mecían con la brisa. Además, dijo que había sembrado una por una las semillas para mantenerlas adecuadamente y que había cuidado de ellas, por lo que cada espiga había producido mucho fruto.
Por supuesto, fue el tercer príncipe el que más conmovió al rey y a sus oficiales. Y, por supuesto, fue él quien lo sucedió en el trono.
Dios nos ha dado a cada uno la semilla del evangelio. Tal vez varios han estado guardando apropiadamente la semilla en alguna parte, y otros la han guardado de otra manera, y otros han estado sembrando diligentemente la semilla y cuidando de ella, para que produzca a ciento, a sesenta o a treinta por uno.
El día que el Padre arregle cuentas con nosotros sobre lo que hemos ganado en nuestra vida, si nos pregunta: “¿Qué han hecho hasta ahora?”, ¿qué debemos mostrarle, la semilla que hemos tenido guardada o el dinero que hemos obtenido con la venta de las semillas? Si le mostramos al Padre un campo de gavillas doradas, Él nos salvará y dirá: “¡En verdad eres digno de ser un sacerdote real del cielo!”, ¿verdad?
Si el tercer príncipe solo hubiera sembrado las semillas, ¿estas habrían crecido llevando frutos por sí mismas? Se necesita proveer condiciones apropiadas para que una semilla produzca fruto. Cuando no llovía, el príncipe debe de haber regado las semillas; y cuando los insectos atacaban los cultivos, debe de haberse esforzado por quitarlos. También debe de haber arrancado constantemente la cizaña del campo para que no creciera mucho impidiendo el crecimiento de los granos. Se requiere del mismo esfuerzo y cuidado para cultivar un grano espiritual y producir buen fruto.
Este es el corazón de una madre. Ella hace todos los quehaceres del hogar y cuida de la salud de su familia preparándoles comida todos los días. Entonces, si tenemos el corazón de una madre, naturalmente llevaremos el fruto del evangelio. Si no tenemos el amor y la dedicación de una madre que siempre se preocupa por la seguridad de su familia y cuida de ella, no podremos llevar fruto.
“Cuando hubieron comido, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. El le dijo: Apacienta mis corderos. Volvió a decirle la segunda vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas. Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.” Jn. 21:15-17
Cuando Jesús le encomendó a Pedro el cuidado de la iglesia, le preguntó: “¿Me amas?”, y después le dijo: “Pastorea mis ovejas”, y “Apacienta mis ovejas”. Si vemos espiritualmente estas palabras de Dios, podemos entender que la voluntad de Dios es que tengamos el corazón de la Madre.
“Sé diligente en conocer el estado de tus ovejas, y mira con cuidado por tus rebaños;” Pr. 27:23
Espiritualmente el pueblo de Dios es comparado con las ovejas o con los rebaños. El rebaño de Dios no puede crecer espiritualmente si no lo alimentamos con la palabra de Dios y cuidamos de cada uno de ellos. Es por esa razón que Dios nos ha dicho que los observemos diligentemente para ver cómo está su condición y situación. Tratar de ver si hay alguno enfermo y cuidarlo, es el corazón de la Madre. Sin tener el mismo corazón de la Madre, no podemos realizar la tarea de alimentar las ovejas de Dios y cuidar adecuadamente de ellas. Es la voluntad del Padre y la Madre celestiales que cuidemos de nuestros hermanos y hermanas espirituales con el corazón de la Madre.
Una madre cuida de sus hijos alimentándolos bien para que tengan buena salud, sustenten su vida y crezcan rectamente. Dios nos ha pedido reiteradamente que tengamos esa mentalidad.
“Y Jesús se acercó y les habló diciendo: […] id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.” Mt. 28:18-20
Jesús dijo que hiciéramos discípulos a todas las naciones. Con estas palabras quiso decir que debemos enseñar la verdad de la vida de Dios a todas las personas. Enseñarles las palabras de la verdad es alimentarlas espiritualmente. El apóstol Pablo enfatizó la importancia de la misión de la predicación del evangelio de la siguiente manera:
“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; […]” 2 Ti. 4:1-2
Los versículos anteriores nos dicen lo mismo que Jesús dijo en Mateo 28. En cuanto a las personas del mundo, si no logran ser salvas, serán arrojadas al eterno lago de fuego del infierno. Cuando las vemos con el corazón de la Madre, llegamos a tener piedad de ellas y les prestamos atención a cada una para salvarlas, alimentándolas con las palabras de la vida.
En definitiva, la predicación es algo que podemos hacer cuando tenemos el corazón de la Madre. Encontrar rápida y fácilmente los versículos de la Biblia y predicarlos a los demás, no es todo lo que debemos hacer. Si no cuidamos del mundo con el corazón de la Madre, esto muestra que no hemos logrado comprender el verdadero significado del evangelio. Cuando transmitamos el amor de Dios a todas las personas del mundo con el corazón de la Madre, solo entonces podremos decir que estamos predicando el evangelio.
Pensemos si hemos estado predicando el evangelio con el mismo corazón que la Madre. No debemos olvidar que podemos llevar abundantes frutos del evangelio si alimentamos a nuestros hermanos y hermanas, los cuidamos, nos humillamos ante ellos y los servimos con el corazón de la Madre.
La única manera de cumplir el evangelio es aprender y tener el corazón de la Madre. Si lo hacemos así, podremos llevar fruto y cada uno de nosotros podrá transformarse en una persona llena de amor, como Jesús dijo: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros” (Jn. 13:34).
“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla […] y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre.” Fil. 2:5-11
Para salvar a los hijos que tienen carne y sangre, Dios mismo vino a esta tierra. Aunque tiene la autoridad y el poder para ordenar a toda su creación, se humilló y se hizo obediente hasta la muerte, tomando forma de siervo y despojándose de sí mismo. Aunque nadie lo estimó, recorrió silenciosamente el doloroso camino de la cruz, siendo golpeado con varas y traspasado con espinas (ref. He. 2:14-15, Is. 53:1-12).
Este corazón de Cristo se parece básicamente al de la Madre. Cristo se humilló, obedeció, sirvió a los demás y soportó todo; todas estas virtudes están contenidas en el corazón de la Madre. Ahora, ¿acaso no debemos aprender este corazón de la Madre?
“Porque el reino de los cielos es como un hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes. A uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su capacidad; y luego se fue lejos. Y el que había recibido cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la tierra, y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos […]. Y su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor. Llegando también el que había recibido dos talentos, dijo: […] he ganado otros dos talentos sobre ellos. Su señor le dijo: Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor.” Mt. 25:14-23
En la parábola de los talentos, Jesús utilizó la expresión “negociar”. Si el dueño de una empresa hace un buen negocio, ¿qué naturaleza creen que tiene, la naturaleza de un padre o la de una madre? Los padres tienden a no expresar sus sentimientos a sus hijos aunque se sientan muy felices de verlos llegar a casa. Por el contrario, las madres corren hasta descalzas y saludan alegremente a sus hijos. El padre tiene autoridad sobre sus hijos, pero la madre se humilla y pone a los demás en primer lugar.
Si una tienda prospera, no hay duda de que el dueño de la tienda se humilla, cuida de sus clientes y les muestra consideración con el corazón de una madre. El dueño de una tienda que prospera siempre saluda alegremente a los clientes cada vez que llegan a su tienda. Tratando de hacer que se sientan cómodos, les da un extra cuando compran algo. Los que administran un negocio no pueden tener éxito si se exaltan o resaltan su autoridad. Con frecuencia vemos a los que se dedican al comercio, educar a sus empleados con el lema: “El Cliente es el Rey”. Esto significa que se humillarán y servirán a los clientes como a reyes. Los que pueden servir a todos los que entran en su tienda, aunque sus clientes sean niños pequeños, son en verdad personas que hacen un buen negocio.
Lo mismo sucede espiritualmente; nosotros también podemos ganar muchos más talentos cuando nos humillamos y exaltamos a los demás con el corazón de la Madre. En la parábola de los talentos, los siervos que ganaron dos o cinco talentos son como los que cuidan a las personas de su alrededor con el corazón de la Madre.
“Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido.” Lc. 14:11
“Someteos, pues, a Dios; resistid al diablo, y huirá de vosotros. Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros. […] Humillaos delante del Señor, y él os exaltará.” Stg. 4:7-10
Humillarse es tener el corazón de la Madre. Una madre hace todos los quehaceres del hogar, aunque su posición en la familia no es baja. Ella lava la ropa de su bebé y también le prepara comida. Si nos humillamos y cuidamos de cada uno de nuestros hermanos y hermanas de esa manera, podremos cumplir la evangelización mundial y llenarnos del aceite de la fe que necesitamos.
“[…] completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros.” Fil. 2:1-4
Los versículos anteriores significan que debemos tener el corazón de la Madre. En muchas partes de la Biblia, sea en parábolas o en lecciones prácticas, Dios nos dice que tengamos el corazón de la Madre. Ahora el pueblo de Sion está perfeccionándose por medio del amor con el corazón de la Madre.
“Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. […] Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros. […] Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. […] Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano.” 1 Jn. 4:7-21
El amor más grande de todos es el amor de la Madre. Para ponernos en el mismo nivel del amor de la Madre, Dios nos permite tener el corazón de la Madre a veces mediante la predicación, y otras veces entrenándonos para ser humildes y exaltar a otros. Considerar a los demás como superiores a nosotros, es hacer todas las tareas en beneficio del evangelio con gozo y dedicación; esta es la manera de tener el corazón de la Madre.
Para predicar el evangelio hasta lo último de la tierra, necesitamos cambiar y desarrollar nuestros corazones para que sean como el amor de la Madre. Aunque en el pasado queríamos ser servidos y consolados por los demás, de ahora en adelante debemos tener el corazón de la Madre, el corazón de dar y no el corazón de recibir. Cuando una mujer es joven o antes de casarse, desea ser amada; pero cuando se convierte en madre, trata de dar amor a los demás, de compartir las cosas con ellos y de servirlos. Es por esto que las mujeres son débiles, pero las madres son fuertes, ¿no es así?
Creo que si reemplazamos nuestros corazones con el corazón de la Madre, seremos perfectos como los seres celestiales y también evangelizaremos a todo el mundo. Ya que la Biblia nos dice que nos ejercitemos para la piedad, hagamos nuestro mayor esfuerzo por practicar la piedad con el corazón de la Madre. Hermanos y hermanas de Sion, humillémonos, exaltemos a los demás y cuidemos de su seguridad espiritual, para poder completar la misión del evangelio encomendada por Dios e ir juntos al cielo.