Un prisionero en la ciudad de refugio
Cho Eun-yeong, desde Ulsan, Corea
¡Plom!
Una contundente puerta de hierro se abrió con un sonido atenuante.
Un documental presentó la vida de las prisioneras en una penitenciaría de mujeres. “¿Cómo será su vida?” Mi atención estaba enfocada en la televisión.
¡Treinta minutos de ejercicios al día! Era el único momento cuando las prisioneras podían ver el sol. Se reían y conversaban. Algunas se ejercitaban mientras que otras solo se sentaban a tomar sol. Si no usaran uniformes, lucirían como mujeres ordinarias y no como prisioneras.
Una prisionera preguntó al reportero si su rostro aparecería en televisión. Ella preguntó no porque le importara.
—No importa, si es que me envían de regreso a casa.
Sonreía, pero se oía triste.
Eran las cuatro de la mañana. Las prisioneras que estaban encargadas de cocinar empezaban su día en la penitenciaría. Ya que tenían que preparar comida para más de 640 personas, estaban muy ocupadas. El reportero preguntó a una de ellas si estaba cansada.
—Es difícil cargar un saco de arroz que pesa 40 kg, pero cocino con un corazón arrepentido.
Cuando llegaba la hora de comer, se ponían bandejas de comida en cada una de las celdas a través de una pequeña abertura debajo de las puertas de las celdas. Después de comer, iban a trabajar o recibían entrenamiento vocacional. Cerca del anochecer, cenaban y luego pasaban lista. Así terminaba un día en la penitenciaría.
Podrían estar cansadas de su rutina diaria con una libertad limitada, pero no culpan a nadie. Cuando una prisionera dijo que su vida actual era el resultado de lo que había hecho en el pasado, y que estaba pagando por ello, empezó a llorar. Entre ellas, presentaron en la televisión a una reclusa sentenciada a cadena perpetua. Ella fue elegida como prisionera modelo, y se le permitió pasar una noche con sus padres después de trece años. En un alojamiento pequeño y privado de la penitenciaría, la reclusa y su madre se abrazaron en cuanto se encontraron. ¿Qué palabras habrían necesitado decir?
Cuando entraron en el alojamiento, un oficial de la prisión revisó las cosas que traían sus padres y cerraron las puertas desde afuera. La regla no permitía que las prisioneras estuvieran adentro sin la puerta cerrada, aunque estuvieran con una persona que no fuera prisionera. Sus padres no eran mejores que los prisioneros confinados, pero sus rostros resplandecían. No les importaba si eran tratados como prisioneros o no. Lucían felices por estar con su hija.
Ellos trajeron regalos y comida suficiente para varios días para su amada hija. La madre, que vestía ropas baratas, dio a su hija un suéter costoso. Ella dijo que no le importaba lo que usaba, pero quería asegurarse de que su hija no sintiera frío. Al oír esto, la hija abrazó a su madre fuertemente. El padre que permanecía en silencio, secó sus lágrimas y habló.
—Lo siento. Parece que estás pasando esta dificultad porque soy despreciable. Se me parte el corazón.
El narrador dijo: “La diaria rutina trivial de conversar y comer juntos es muy preciosa, pero es improbable que suceda con esta familia nuevamente”. Al escuchar esto, rompí en llanto.
Estoy en la misma situación de las prisioneras de la televisión.
Yo también soy una prisionera; pequé en el cielo, y ahora estoy confinada en la tierra, la ciudad de refugio. El Padre y la Madre celestiales han llevado una vida de pecadores como la mía en esta ciudad de refugio. ¿No me habré vuelto insensible a su vida, a su amor y al hecho de ser una pecadora?
La voz de la prisionera que dijo que haría cualquier cosa con tal de regresar a casa, todavía resuena en mis oídos. Yo también viviré con la mentalidad de hacer cualquier cosa con tal de poder regresar a mi hogar celestial. Venceré todas las tribulaciones, que son la paga de mi pecado, y llevaré una vida de arrepentimiento, pensando en los Padres celestiales que están preparando el banquete de gozo donde comerán con nosotros en la misma mesa.