Tengo un recuerdo inolvidable.
Una noche cuando estaba en la escuela primaria, tuve un fuerte dolor en el bajo vientre. Pensé simplemente que se debía a una indigestión, pero mi madre advirtió que algo estaba mal, y me llevó a la sala de emergencias. Tal como esperaba, el resultado no era bueno. Indicaron que mi apéndice se había hinchado tanto que estaba a punto de estallar, lo cual habría dado lugar a una peritonitis si llegaba unos días después. Me puse una bata hospitalaria y me tendí sobre la mesa de operaciones. Todo ocurrió súbitamente.
Después de la cirugía, empecé a quejarme a medida que pasaba el efecto de la anestesia. Mis gemidos se convirtieron en gritos. El médico me pidió que guardara silencio porque había otros pacientes en la sala, pero fue inútil. Gritaba tan fuerte que mi padre y mi hermano menor oyeron mis gritos desde fuera de la sala y tenían temor de entrar. Mi mamá trataba de calmar a quien parecía una llorona, pero continué terca. Incluso culpé a mi madre por haberme llevado al hospital y hacerme sufrir dolor.

Desde luego, no era culpa de mi madre que yo estuviera sufriendo dolor. Ella fue la primera en darse cuenta de la gravedad de mi condición y me llevó al hospital y esperó ansiosamente que terminara la cirugía, incluso hasta altas horas de la noche. Sin embargo, continué quejándome ante mi madre sin ninguna razón, en lugar de agradecerle. Todavía me avergüenzo de mí misma cuando pienso en lo que hice en ese momento.
Grité e hice un escándalo hasta que me dieron un analgésico para calmarme. Mi lucha con el dolor terminó, pero por unos días ni siquiera podía levantarme por mi cuenta, mucho menos movilizarme. Mi madre siempre se mantuvo a mi lado para verificar la velocidad del goteo intravenoso y también me aseaba. Ella cuidó muy bien de mí. Debe de haberse sentido muy cansada física y mentalmente mientras cuidaba de su hija y también hacía las tareas domésticas, pero nunca mostró ningún signo de fatiga, ni siquiera una vez, hasta que fui dada de alta del hospital.
Un día, tuve tanta curiosidad que le pregunté a mi madre:
—Mamá, ¿recuerda que grité mucho después de la apendicectomía?
Mi madre dijo que no lo recordaba.
—Entonces, ¿cuál fue el momento más difícil para usted en esa situación?
—Por supuesto, fue cuando estabas en la sala de operaciones. Tomó entre cuarenta minutos y una hora…
—¿No se aburría mientras esperaba?
—¿Me preguntas si estaba aburrida? Oraba a Dios para que estuvieras bien durante la cirugía.
Mi madre simplemente podría haber fingido no recordarlo. Sin embargo, si realmente lo olvidó es sorprendente. Hice tanto alboroto, gritando y llorando, que desperté a todos en la sala, no obstante ella no lo recordaba en absoluto.
Esto me recordó a la Madre celestial. Ella vino a esta tierra para salvar a quien estaba destinada a morir a causa del pecado que cometí en el cielo. Sin embargo, yo solo pensaba en mi dolor y me quejaba cada vez que enfrentaba una dificultad, en lugar de dar gracias a la Madre. Pese a que Ella escucha palabras hirientes de nosotros, sus hijos inmaduros, nunca expresa su angustia, sino que nos consuela y abraza más con la calidez de su amor y muestra un enorme interés y preocupación por nosotros.
Aprendiendo una lección del comportamiento inmaduro de mi infancia, eliminaré todas mis quejas y a partir de ahora siempre daré gracias a la Madre celestial. Aunque una inesperada dificultad se interponga en mi camino, la consideraré como algo que tengo que sufrir para mantener viva mi alma.
La Madre desea la seguridad de sus hijos en lugar de su comodidad. Estoy realmente feliz porque siempre recibo ese gran amor de la Madre.