Hay varias labores y empleos en el mundo. Entre ellos hay muchas obras grandiosas que benefician a la gente, les despiertan el espíritu de la época y marcan un hito en la historia. Entonces, ¿cuál es la mayor obra?
Dios ciertamente es grandioso. Sin duda, todo lo que nuestro magnífico Dios dirige y lleva a cabo también es grandioso. Dios nos ha confiado una de sus grandes obras: predicar el evangelio a todas las naciones del mundo (Mt 24:14).
Las cosas del mundo tienen su propio significado y valor, pero su gloria dura poco tiempo y luego se desvanece. Sin embargo, la obra de predicar el evangelio que Dios nos ha confiado es una valiosa misión que resplandecerá a perpetua eternidad (Dn 12:3). Ni a los ángeles ni a los seres espirituales del cielo se les permite llevar a cabo esta obra aunque lo deseen. La predicación es un especial y precioso deber que se concede solo a los hijos de Dios que han heredado su carne y su sangre.
A través de la Biblia, veamos qué hizo Dios cuando vino a la tierra.
“Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido.” Lc 19:10
Jesús descendió del cielo a esta tierra para buscar y salvar a los que se habían perdido. La mayor obra que el más grandioso Dios deseaba cumplir al venir a esta tierra con la ropa del cuerpo era buscar a sus hijos que se habían perdido en el cielo a causa del pecado y guiarlos al perdón de los pecados y a la vida eterna.
Jesús mismo nos mostró cómo llevar a cabo esta mayor obra.
“Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba. Y le buscó Simón, y los que con él estaban; y hallándole, le dijeron: Todos te buscan. El les dijo: Vamos a los lugares vecinos, para que predique también allí; porque para esto he venido.” Mr 1:35-38
Muy de mañana, siendo aún muy oscuro, Jesús se levantó, oró y fue a los lugares vecinos a predicar el evangelio. Y dijo: “Para esto he venido”.
En el Evangelio de Lucas, Jesús nos hizo comprender que el propósito de su venida a la tierra era salvarnos, y en el Evangelio de Marcos, dijo que vino a predicar. Aquí, podemos entender que la predicación es la obra más grande y más importante que debemos hacer para salvar a la humanidad. La obra de predicar el evangelio, que estamos llevando a cabo, es la mayor obra que el más grandioso Dios hizo para nuestra salvación.
La obra de la predicación no se le encomienda a cualquiera. Si necesitan entregar a alguien algo de gran valor, ¿a quién lo encargarían? Ninguno se lo pediría a un transeúnte completamente desconocido. Encomendarían ese recado al hijo más recto y confiable que obedece bien a sus padres.
Dios no ha permitido a cualquiera la misión de la predicación. La ha confiado solo a los aprobados por Él.
“sino que según fuimos aprobados por Dios para que se nos confiase el evangelio, […]” 1 Ts 2:4
Desde el punto de vista espiritual, la predicación es una obra muy importante que guía a los pecadores mortales al camino de la salvación. Así como un deber importante no se le encomienda a cualquiera, la misión de predicar el evangelio se confía solo a los que han comprendido plenamente el valor de la salvación. Dios ha encomendado esta gran misión solo a nosotros y a nadie más. Esto demuestra que Dios confía firmemente en nosotros.
“en la esperanza de la vida eterna, la cual Dios, que no miente, prometió desde antes del principio de los siglos, y a su debido tiempo manifestó su palabra por medio de la predicación que me fue encomendada por mandato de Dios nuestro Salvador,” Tit 1:2-3
Dios, quien vino a la tierra para llevar a cabo la mayor obra, manifestó su palabra mediante la predicación y luego, a su vez, nos la confió. ¿Quién de esta tierra puede proclamar a toda la gente del mundo a Dios Elohim, que ha venido a salvarnos, y la verdad del nuevo pacto de la vida eterna? Es algo que solamente podemos hacer los que somos la familia de Sion, que hemos sido aprobados por Dios para confiársenos el evangelio.
Los príncipes y princesas de la dinastía Chosun de Corea recibían educación especial, a diferencia del pueblo común. En particular, el príncipe elegido para suceder en el trono era enseñado de manera muy estricta. Tenía que estudiar los clásicos confucianos y la historia, además debía aprender etiqueta al caminar, actuar, etc. Si no recibía la educación adecuadamente, podía perder sus derechos de sucesión como príncipe heredero. Aunque todo el proceso pudiera haber sido una serie de aflicciones para él, en realidad era el proceso para convertirse en un gran rey.
Ahora estamos llevando a cabo la obra de predicar el evangelio, la cual no todos pueden hacer. La predicación es la misión que Dios nos ha dado para convertirnos en el sacerdocio real que recibirá la herencia celestial. Dios ha confiado la mayor obra a sus sucesores del cielo que merecen llevarla a cabo.
Si no consideramos importante el ministerio de evangelista, seremos como un príncipe heredero que no se esfuerza por cultivar las cualidades de un rey. A los tales les será arrebatada la preciosa posición preparada para ellos, al igual que Esaú, cuya primogenitura fue tomada por su hermano menor Jacob, por haberla descuidado.
Los que no comprenden la importancia de la predicación no son diferentes del hombre que escondió el talento en la tierra (Mt 25:14-30). La predicación es nuestro deber. Necesitamos reflexionar una vez más, preguntándonos si hemos considerado esta gran obra que el Padre y la Madre nos han confiado como menos que las cosas del mundo, y si hemos tenido la misma mentalidad de Esaú que despreció la bendición que Dios le dio.
Dios ha depositado en nosotros la responsabilidad y autoridad de predicar el evangelio de su parte.
“Y aconteció que al cabo de los siete días vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte.” Ez 3:16-17
Es la obra de evangelista amonestar a la gente de parte de Dios. Él nos ha otorgado a los predicadores y a nadie más la calificación y la autoridad de representarlo.
El rey de una nación no le permite a cualquiera la autoridad de ejecutar en su nombre. Concede esa autoridad a quien él mismo haya elegido tras largas deliberaciones. Asimismo, Dios nos ha escogido de entre todas las naciones para predicar su palabra a todo el mundo.
Como amonestamos a la gente de parte de Dios, al predicar su palabra debemos conducirnos con sinceridad, piedad y dignidad. Al predicar el evangelio, encontramos a diferentes tipos de personas, y algunas no aceptan y rechazan la palabra de Dios. Aunque otras personas no reciban la verdad de inmediato, no debemos expresar la incomodidad que sintamos ni hablar o comportarnos precipitadamente. Si hacemos eso, ¿cómo podemos decir que estamos trabajando en nombre de Dios?
Primero, pensemos en qué haría Dios si Él mismo predicara el evangelio. Esta buena nueva que Dios nos pidió predicar es inestimable. Debemos predicar este precioso y valioso evangelio de forma digna.
El apóstol Pablo llevó su vida con tanta fidelidad que todos los que creen en Dios lo admiran. Después de recibir a Cristo en el camino a Damasco, dedicó toda su vida con todo el corazón a la predicación del evangelio, como lo hizo Jesús.
“Perseverad en la oración, velando en ella con acción de gracias; orando también al mismo tiempo por nosotros, para que el Señor nos abra puerta para la palabra, a fin de dar a conocer el misterio de Cristo, por el cual también estoy preso.” Col 4:2-3
El apóstol Pablo animó a los miembros de la iglesia a perseverar en la oración para que Dios abriera la puerta para la palabra más que cualquier otra cosa, a fin de dar a conocer con denuedo el misterio de Cristo. Él también oraba constantemente a Dios para que abriera la puerta de la predicación del evangelio. Fue porque comprendió en lo profundo de su corazón que la predicación es la obra más grande que el más grandioso Dios nos ha encomendado.
“Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo […]. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio.” 2 Ti 4:1-5
También en su carta a Timoteo, el apóstol Pablo nos encareció que predicáramos la palabra de Dios y que instáramos a tiempo y fuera de tiempo. Enfatizó que hiciéramos la obra de evangelista y cumpliéramos nuestro ministerio, en todo momento y no solo cuando se nos presentara la oportunidad de predicar.
Pablo mismo también puso todo su corazón y alma solo en la predicación de la palabra de Dios. Incluso estuvo dispuesto a morir por el evangelio de Dios (Hch 21:13). Cinco veces recibió cuarenta azotes menos uno, tres veces fue azotado con varas, una vez fue apedreado, tres veces padeció naufragio y una noche y un día estuvo como náufrago en alta mar (2 Co 11:23-27). Él no escatimó esfuerzos para predicar el evangelio. Aunque enfrentó muchas adversidades, nunca temió, ni cedió ante ninguna dificultad.
Los grandes personajes de la Biblia, desde Jesús que vino a salvarnos hasta Pedro y Juan, además de Pablo, a quienes debemos imitar, dedicaron toda su vida a la predicación del evangelio. Como predicadores del evangelio, no pudieron mantenerse en silencio ni un solo instante, pues comprendieron que la predicación del evangelio es la obra más grande entre tantas funciones que se pueden llevar a cabo en esta tierra.
“Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida.” 2 Ti 4:6-8
Cuando Pablo percibió que el tiempo de su partida se acercaba, reflexionó sobre su vida y se enorgulleció de haber llevado una vida valiosa. Afirmó plenamente convencido que le estaba guardada la corona de justicia, pues había corrido diligentemente la carrera mirando hacia la meta en el cielo y trabajando duro para cumplir la misión más grandiosa de predicar a la gente la santa voluntad de Dios. Así, recordó su vida, que había llevado solo con la esperanza celestial y sin remordimientos.
Existe un gran número de profesiones en el mundo, pero todas ellas son necesarias solo aquí, en esta diminuta tierra. Sin embargo, la misión de la predicación que Dios nos ha confiado es diferente. Al igual que los apóstoles, nosotros también debemos prepararnos previamente para el mundo eterno adonde iremos, en lugar de considerar que este mundo visible lo es todo.
Dios nos ha dicho que prediquemos el evangelio porque desea darnos bendiciones eternas y no transitorias. Dios desea que sus hijos reciban las eternas bendiciones del cielo. Nuestros esfuerzos para llevar a cabo el ministerio de la predicación son muy pequeños en comparación con las recompensas que recibiremos en el cielo. Las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse (Ro 8:18). Puesto que los apóstoles entendieron esto, se esforzaron por anunciar el evangelio por encima de todo lo demás.
En esta época, hemos recibido la misión de predicar la palabra de Dios a toda la humanidad. En lugar de quedarnos con los brazos cruzados y mirar con indiferencia y sin hacer nada, espero que participemos juntos en la obra más grandiosa que Dios nos ha encomendado, de modo que podamos recibir la corona de justicia como hijos de Dios.
La predicación es una gran misión dada a las personas más grandiosas. Tengamos una fe digna de decir con confianza al final de nuestra vida: “Ahora me está guardada la corona de justicia”, como el apóstol Pablo. Pido ansiosamente a toda la familia de Sion que prediquen las hermosas buenas nuevas de vida de Dios dondequiera que estén: los empleados en el trabajo, los universitarios en la universidad, los soldados en las bases militares y las amas de casa en el vecindario.