En mi infancia, mi familia era muy pobre. Cuando los seis miembros de mi familia descansaban en una sola habitación, no teníamos espacio para voltearnos. Mis padres alquilaban granjas de otros para criar a sus cuatro hijos.
Un día, estaba tan enferma que le dije a mi mamá que quería faltar a la escuela. Ella me dijo que no faltara porque no había nadie para cuidarme mientras estuviera sola en casa y me obligó a ir a la escuela. Cuando llegué a la escuela después de caminar por dos horas, estaba tan enferma que me incliné sobre el escritorio. Al ver mi condición, mi maestra quiso que fuera a casa. Yo dije que sería mejor descansar en la enfermería ante el pensamiento de caminar otras dos horas. Sin embargo, mi condición empeoró y no tuve fuerzas para levantarme incluso cuando la escuela había terminado.
En ese momento, inesperadamente mi mamá llegó a la escuela, empapada en sudor. Resultó que mi maestra había llamado a la dueña de la casa y le había hecho saber a mi madre cómo estaba. Llevada en la espalda húmeda de mi mamá, regresé a casa y estuve en cama por tres días. Debió haberse arrepentido de haber obligado a su hija enferma a ir a la escuela; ella me preguntó qué quería comer. Aunque me resultaba difícil incluso ingerir gachas, le dije que quería comer fresas.
En ese tiempo, las fresas eran tan caras que solo eran para los ricos. Aún peor, estaban fuera de temporada. Debe haber sido muy difícil de encontrarlas, pero mi mamá me compró suficientes fresas tan pronto como escuchó mi deseo. Mientras mis hermanas estaban fuera, mamá me trajo fresas, instándome a comer rápido. Al ver las apetitosas fresas, olvidé mi enfermedad y las engullí sin dejar nada. Si hubiera dicho: “Mamá, por favor tome algunas”, no me habría sentido tan apenada por ella.
Hoy en día, las fresas son comunes. A pesar de eso, en cada temporada de fresas mi mamá todavía compra una canasta de fresas y me la da. ¿Piensan que lo que sucedió en el pasado permanece como un recuerdo pesaroso para mi mamá como lo es para mí?